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Un bebé que se volvió emblemático de la política del gobierno de Estados Unidos de separar a los inmigrantes de sus hijos se reunió por el fin el viernes con sus padres, cinco meses después que fue separado de ellos en la frontera estadounidense.
Johan Bueso Montecinos llegó en avión a San Pedro Sula, pero en un principio no reconoció a sus padres.
“Cuando le hablaba ‘Johan, Johan’... se ponía a llorar”, dijo su madre, Adalicia Montecinos, ante lo cual rompió en llanto. “Él sufrió todo lo que yo he sufrido”.
Sin embargo, luego de un rato su padre se lo ganó jugando pelota. En cuestión de una hora, el pequeño sonreía mientras ambos padres lo besaban afuera de un centro donde terminaron de llenar algunos formularios para luego dirigirse a casa.
Así concluyó la extraordinaria travesía de Johan, un bebé cuya corta vida ha pasado por la pobreza de Honduras, un desesperado cruce por la frontera sur de Estados Unidos y la primera plana de los diarios del mundo.
Adalicia dijo sentirse feliz de tener de vuelta a su hijo de 15 meses, pero también está enojada porque se lo quitaron largo tiempo.
Capturado por agentes de la Patrulla Fronteriza casi al momento de su llegada, el padre de Johan fue deportado, y el pequeño de 10 meses permaneció en un albergue en Arizona bajo el cuidado del gobierno estadounidense. En los cinco meses que siguieron, dio sus primeros pasos, pronunció sus primeras palabras y celebró su primer cumpleaños. Sus padres, a cientos de kilómetros de distancia, se lo perdieron todo.
La última vez que lo habían visto tenía dos dientecillos. Ahora su dentadura está completa.
A principios de julio, Johan compareció ante un juez de inmigración. Un reporte de The Associated Press de ese suceso _la ofuscación del juez sobre cómo lidiar con el pequeño detenido en pañales que se alimentaba con un biberón_ causó indignación internacional porque personificaba la política del gobierno de Donald Trump de separar a niños inmigrantes de sus padres.
“Nunca pensé que fueran tan crueles,” dijo su padre, Rolando Antonio Bueso Castillo, de 37 años.
Rolando pensó que su plan era hermoso. Escaparía de su dura vida en el pequeño pueblo de Libertad. Sus hijos no crecerían bajo la misma pobreza que él tuvo que soportar cuando dejó la escuela en cuarto de primaria para vender burritos y ayudar a su madre soltera a mantenerlo a él y a sus cuatro hermanos.
Hace siete años, su hermano menor dejó las montañas productoras de café en el centro de Honduras para ir a Estados Unidos, y salió adelante en Maryland con su esposa e hijos. Su hermana lo siguió y también le fue bien. El hermano mayor murió en un tiroteo desde un auto en movimiento en San Pedro Sula, una de las ciudades más peligrosas en Latinoamérica.
Rolando se quedó atrás con su esposa y la hermana discapacitada de él, de 35 años, en su casa rosa, de dos recámaras, piso de cemento y techo de lámina. Ganaba 10 dólares al día conduciendo un autobús; su hermano en Estados Unidos enviaba cientos de dólares para ayudar.
Rolando, un hombre de buen trato y trabajador que no permanece quieto por mucho tiempo, era consciente de los peligros de atravesar México. Muchos centroamericanos han muerto al subir a los trenes, o son extorsionados por la policía, o secuestrados, asaltados, asesinados en su camino a Estados Unidos.
Le pagó a un traficante 6.000 dólares, dinero que su hermano le envió. Se suponía que todo estaba incluido: noches en hotel, tres comidas diarias y transporte en una camioneta SUV con otras dos madres y tres niños hasta la frontera de Estados Unidos. Empacó ropa para el bebé, una cobijita azul y blanca, crema, 50 pañales, dos biberones y latas de fórmula.
Su esposa, en el primer trimestre de embarazo, se quedaría atrás, trabajando en su puesto de mercado en el que vende gorras de béisbol Nike, camisetas con estampados de “California Dreaming” y joyería. En Maryland, su familia ayudaría a cuidar a Johan mientras Rolando trabajaba. Adalicia se reuniría con ellos a los pocos meses.
Padre e hijo llegaron hasta Tampico, en México, a 500 kilómetros (300 millas) de la frontera con Texas, cuando su plan comenzó a derrumbarse.
El “coyote” los condujo a una bodega en la ciudad portuaria y les pidió que permanecieran en un tráiler junto con otros padres y niños de Honduras, Guatemala, El Salvador y Perú.
Rolando y su hijo pasaron tres días encerrados en el tráiler, temblando a causa de la brisa fría proveniente de una máquina ruidosa que, les dijeron, les proporcionaría aire para respirar. Utilizaban baldes como excusados.
Mientras otros niños lloraban, el hijo de Rolando estaba sentado a su lado en silencio, recuerda el padre. Se acurrucaron en la oscuridad; bajo la luz de una linterna, cambiaba sus pañales.
“Nos llevaron como carne, pero ya no es uno el que va a decidir. Tuvimos que hacer lo que nos dijeron”, dijo Rolando.
En la ciudad fronteriza de Reynosa, aún en México, subieron a una balsa improvisada y cruzaron el río Grande o el río Bravo, como se le conoce en el lado mexicano. Caminaron arduamente entre la maleza de Texas. Lo habían logrado.
Pero minutos después, un agente de la Patrulla Fronteriza los vio. “¿A dónde van?”, dijo el agente. La respuesta de Rolando fue sencilla y sincera: “Vamos a buscar el sueño americano”.
El agente le dijo que los llevaría a un centro de detención y, aun entonces, Rolando no dudaba de su plan. Se imaginó que una vez que fuera procesado, lo liberarían con su hijo para llevar su caso a las cortes. En el peor escenario, serían deportados juntos a Honduras.
Dentro de una celda acordonada con una valla metálica, durmieron sobre un colchón bajo una delgada manta isotérmica que les entregaron.
Rolando dijo que tuvo que pedir durante tres días que le permitieran duchar a Johan.
“Estaba cubierto de polvo”, señaló.
En el quinto día, agentes de inmigración le dijeron que debían llevarlo a una oficina para interrogarlo. Uno de los agentes le quitó a Johan de los brazos. Mientras se alejaban, el bebé volteó y levantó los brazos hacia su padre.
Sería la última vez que se verían en cinco meses.
Los agentes le dijeron a Rolando que lo iban a separar del niño y deportarlo a Honduras porque era la cuarta ocasión que intentaba ingresar a Estados Unidos. En las cuatro fue capturado casi de inmediato.
“Eso es criminal”, le dijo uno de los agentes.
“Un criminal es alguien que mata, que roba, que hace daño a la gente. Yo nada más quiero trabajar y dar oportunidades a mis hijos”, afirmó Rolando.
Rolando pasó 22 días encerrado en diversos centros de detención a lo largo de la frontera de Texas. No sabía nada de su hijo.
No tenía dinero para llamarle a su esposa y decirle lo que había ocurrido. Fue una trabajadora social del albergue de Arizona donde estaba Johan quien la contactó y le preguntó si ella era su madre. Le dijo que enviara su acta de nacimiento y otros documentos para probarlo.
Adalicia no podía creer que fuera cierto, y aguardó a tener noticias de su esposo. Cinco días después, otro detenido le prestó dinero para que él le pudiera llamar.
“Enana, soy yo”, dijo Rolando.
“¿Qué pasó? ¿Dónde está el niño?”, preguntó la mujer, llorando.
Rolando se quebró.
“No sé qué pasó. Me lo quitaron pero todo va a estar bien”, respondió.
“¿Cómo?”, gritó ella. “¿Cuándo lo voy a volver a ver?”.
Ella se sentía muy sola. Se despertaba para buscar a su bebé y volvía a recordar lo que había pasado. Miraba videos de Johan una y otra vez en los que pateaba y sonreía, reía con su papá y miraba a la cámara.
Cuando Rolando llegó a Honduras en abril, se sorprendió al ver lo delgada que estaba su esposa: había perdido 9 kilos (20 libras) y a su médico le preocupaba que pudiera perder el bebé. Lo primero que dijo cuando vio a su marido fue: “¿Dónde está el niño?”.
Rolando le explicó que en un principio las autoridades migratorias le dijeron que los dos serían deportados juntos, por lo que accedió a irse. Luego le dijeron que su hijo sería enviado en dos semanas. Pero pasaron meses.
Rolando llamó a abogados, al consulado hondureño y a las autoridades estadounidenses para averiguar cuándo regresaría su hijo a casa.
La trabajadora social en Estados Unidos comenzó a enviar videos cada semana y a efectuar videollamadas. En un principio Johan se estiraba para tocar a su madre, como si quisiera abrazarla a través de la pantalla. Pero a medida que el tiempo pasaba, se distanció.
Adalicia pensó que se estaba olvidando de ella.
Los padres del niño se enteraron que dio sus primeros pasos por la trabajadora social, que también les envió un video de él en su primer cumpleaños, en el que despertó y se puso a llorar. Por la noticia que dio la AP sobre la presentación de Johan ante un juez se enteraron que había empezado a hablar.
“Nunca voy a ver sus primeros pasos, no voy a volver a estar con él en su primer cumpleaños”, dijo Adalicia, con la voz entrecortada. “Es lo que perdí. Son memorias que uno como mamá aprecia y recuerda para recontar a sus hijos por muchos años”.
En la audiencia, Johan pidió agua repetidas veces. En un momento dado, se sacó los zapatos y se puso de pie en calcetines.
El juez John W. Richardson difícilmente podía contener su malestar al tener que preguntarle al abogado del niño si su cliente comprendía lo que estaba pasando.
“Me avergüenza preguntarlo, porque no sé a quién se lo explicaría usted, a menos que crea que un niño de 1 año pudiera aprender las leyes de inmigración”, le dijo al abogado.
A la larga, a Johan le fue concedida una orden de salida voluntaria con la que el gobierno autorizaba enviarlo por avión a Honduras, de vuelta a la casa rosa con siete gallinas que picotean el piso de tierra en el exterior, con la estufa de leña al aire libre y la tarja de cemento llena de agua que se usa para vaciar el retrete.
El padre que lo esperaba el viernes estaba abrumado por el sentimiento de culpa debido al fracaso catastrófico de su plan. Algún día cree que su hijo le preguntará qué ocurrió, y por qué lo dejó en Estados Unidos.
“Le diré la verdad”, señaló. “Pensábamos que teníamos un buen plan para darle una vida mejor”.
¿Rolando diseñará otro plan más para irse a Estados Unidos? Sólo dice que es un luchador y que trabajará duro para sobrevivir, como siempre lo ha hecho.
Pero sabe que su vida y la de su familia nunca volverán a ser igual.
“Me han golpeado algo adentro de mí”, afirmó. “El niño no tiene la culpa. ¿Por qué tiene que estar castigado?"
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