POR ANDER DE TEJADA • @EPALECCS/ ILUSTRACIÓN JESSICA MENA
La década de los 80 fue la parte negra del fútbol inglés. Los hooligans ya no eran un fenómeno espontáneo y explosivo que manifestaba el amor al fútbol. Por esos entonces la guerra de aficionados se comenzó a organizar casi militarmente. Las bandas ya estaban bien conformadas y suponían una especie de empresa. Por eso, en los inicios de esta época, el hooliganismo no tuvo un choque directo con las políticas de Margaret Thatcher. Según algunos antropólogos, el movimiento hooligan y el gobierno se parecían ideológicamente. Así era, pues, el capitalismo popular: empresas de hombres dispuestos a acabar con lo que tuvieran enfrente para lograr sus objetivos. Incluso, tras la coñaza respectiva al equipo rival, cada barra o frente o escuadrón de la muerte dejaba una tarjeta de presentación, como si se tratara de un intercambio empresarial, que podía decir, por ejemplo: “Felicitaciones, acabas de conocer al Manchester United’’.
En esa misma década se dio la exportación de hooligans. Las barras ya no se conformaban con el apoyo regional sino que ahora aspiraban al nacional, y todo el desastre que generalmente nacía, crecía y moría en las calles inglesas, después, se esparció, como una enfermedad, por toda Europa. El apoyo a la selección inglesa generaba caos en otros sitios. Pero los hooligans ya no eran solamente patrimonio inglés sino que también sus rivales futbolísticos tenían el escuadrón militar, organizado como el inglés, para darles la pelea.
Es ahí, como indican algunos exhooligans, en un documental protagonizado por el actor británico Danny Dyer, que el problema de la violencia deportiva comenzó a ser más política de lo que hubiese podido ser antes. Cada vez se veía más la simbología derechista en las actitudes de las barras. El problema, ahora, tenía dentro de sí un carácter nacionalista que, llevado al extremo, como siempre, solo condujo al fascismo. Lo interesante de los fascistas de ese tipo, de los movimientos de neonazismo abierto, es que no tienen escrúpulos cuando se trata de golpear a la gente distinta.
Sin embargo, como resistencia, uno de los grupos de hooligans más temidos de Inglaterra era el de los zulús de Birmingham. Nacidos en una ciudad con una variedad cultural notoria, la patota estaba organizada por individuos blancos y negros, apasionados todos, capaces de intimidar a quien fuera, fundamentándose en otro tipo de camaradería: además del equipo, no importaba la raza. Su grito de guerra era el mismo de la tribu zulú, protagonistas de la guerra del mismo nombre, en el sur de África:“Los zulús van por ustedes’’.
El fin de los hooligans, a pesar de que todavía persisten, vino tras la tragedia de Heysel, Bruselas, en el año 1985. Tras una incapacidad de contener a los aficionados del Liverpool, quienes pasaron a la zona de la grada en donde se encontraban los fanáticos de la Juventus de Turín, ocurrió una avalancha humana que se llevó la vida de 39 personas e hirió alrededor de 600. Desde entonces, se aplicaron medidas extremas al problema de loshooligans. Ya no se ignoró y la misma Margaret Thatcher participó en el cambio: se eliminarían las gradas sin asientos, se pondría circuito cerrado de televisión y todo aquel que incurriera en delitos asociados al fútbol se le encarcelaría y se le privaría del derecho —quizás el más grande derecho de un hooligan— de asistir a los partidos de la liga nacional.
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