martes, 28 de octubre de 2014

Simón Rodríguez llegó al pie de una puerta



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“Si los americanos quieren que la revolución política, que el peso de las cosas ha hecho y que las circunstancias ha protegido, les traiga verdaderos bienes, hagan una revolución económica y empiécenla por los campos, de ellos pasará a los talleres, diariamente notarán mejoras que nunca conseguirán empezando por las ciudades. Venzan la repugnancia a asociarse para emprender y el temor de aconsejarse para proceder”, escribió aquel anciano en Latacunga, donde se encontraba con la idea de asesorar a los nuevos educadores de la provincia ecuatoriana.
Corría el inicio de la segunda década del siglo XIX y Simón Rodríguez continuaba su deambular por el mundo, absorbiendo vivencias y lanzando ideas por todas partes. Solía decir: “El que no hace nunca yerra; más vale errar que dormir”. Con esta idea había iniciado en Caracas un intento de revolución educativa, en la cual se permitía a los pardos acceder a los conocimientos reservados solo a los blancos.
El viajero de América
En el siglo XVIII era común que frente a las puertas de las iglesias o de alguna familia encumbrada apareciera un niño recién nacido arropado por el sereno y alumbrado por la noche. Eran niños expósitos, que la iglesia y la sociedad catalogaba de blancos, pero igual los marginaba por no tener padres conocidos ni el estatus familiar tan necesario en el desenvolvimiento social de la época.
Simón Narciso Jesús Carreño Rodríguez fue el nombre que le dieron en su bautizo el 14 de noviembre de 1769. Se le dio por fecha de nacimiento el 28 de octubre de ese mismo año, por cuanto fue el día en que apareció frente a la casa del cura Alejandro Carreño, a quien muchos cronistas populares de su tiempo le atribuyeron su paternidad.
Tuvo un hermano adoptivo, de nombre Cayetano Carreño, quien, al igual que él, fue depositado ante las puertas de la iglesia, pero se desconocen más detalles de su infancia y juventud. En algunos libros se le atribuye la maternidad a Rosalía Rodríguez, hija de canarios, blancos de orilla, de quien adquiere el apellido cuando se entera de su origen, desdeñando el Carreño que nunca más utilizó.
Simón Narciso no solo cambió su apellido cuando se enteró de la existencia de su madre. También lo hizo cuando viajó a Jamaica de incógnito para huir de las autoridades que lo buscaban por estar involucrado en la conspiración de Manuel Gual y José María España, en 1797. Aquel nombre fue Samuel Robinson, que mantuvo durante su periplo fuera del país.
Fue desde ese momento un viajero impenitente. Recorrió mucho más territorio que Francisco de Miranda, pero sin sus facilidades ni recomendaciones de gente influyente. Estuvo en diversos lugares de Estados Unidos y pasó a Europa. Trabajó en fábricas de diversos tipos, lo que le llevó a afirmar tiempo después: “Permanecí en Europa por más de veinte años; trabajé en un laboratorio de química industrial, en donde aprendí algunas cosas; concurrí a juntas secretas de carácter socialista… estudié un poco de literatura, aprendí lenguas y regenté una escuela de primeras letras en un pueblecito de Rusia”.
El revolucionario
Es posible que el sentimiento de rechazo que sintió cuando de niño y adolescente escuchó el epíteto de “expósito” o “bastardo” lo llevó a refugiarse en los libros, en el conocimiento de las ciencias y, luego, en las ideas políticas surgidas de los enciclopedistas franceses.
Su condición de blanco le permitía impartir clases y es por ello que Guillermo Pelgrón lo empleó como maestro de la escuela pública de Caracas en 1791, en nombre del cabildo. Al año siguiente, recibe allí a Simón Bolívar como uno de sus estudiantes, según consta en un listado de alumnos de aquellos tiempos.
Simón Rodríguez fue un maestro peculiar que logró transmitir a sus estudiantes la necesidad de justicia, el reclamo de sus derechos y la búsqueda de mejoras en todos los campos donde se encontrara.
Los documentos históricos lo presentan siempre en circunstancias de reclamos, de propuestas para mejoras y de lucha constante por superar lo establecido. Quizás allí se vio reflejado Simón Bolívar, cuando a la edad aproximada de 10 años, se encontraba en la escuela pública bajo la supervisión de este hombre excéntrico.
El cabildo caraqueño tiene documentos donde le otorgan un sueldo de cien pesos en 1791 como maestro auxiliar de la escuela pública. Según estos datos, su trabajo había comenzado el año anterior y Pelgrón había solicitado al ayuntamiento los cien pesos en calidad de salario, dado a que eran muchos los niños sin recursos que se encontraban en el plantel.
Apenas un año más tarde, Rodríguez recoge en una carta todas las quejas sobre el colegio y la envía a los ediles para que analicen la situación. En esa misiva estaban sus observaciones sobre el mobiliario, que era escaso y con un deterioro marcado.
También refería la situación de hacinamiento en que se encontraban los alumnos y la poca efectividad de enseñar que le presentaba el aumento del número de niños y las molestias de padres y representantes en desacuerdo por la situación que se vivía en la escuela.
La queja de Simón Rodríguez fue analizada por los concejales, quienes enviaron una comisión para verificar lo dicho por el maestro. Francisco Antonio García de Quintana y José Hilario Mora, los representantes del cabildo, constatan lo dicho en la carta y elaboran un listado de 114 discípulos, de los cuales 40 no aportaban ningún recurso a la escuela.
Esto llevó a que se le pagaran 208 pesos a Rodríguez por muebles que había mandado a construir con su peculio, la supervisión de la escuela y un control para evitar que muchos padres dejaran de pagar, aun teniendo recursos.
Simón Rodríguez presenta al ayuntamiento un escrito que denominó: Reflexiones sobre los defectos que vician la Escuela de Primeras Letras de Caracas y medios de lograr sus reforma por nuevo establecimiento.
Allí planteó la necesidad de unir a pardos y blancos en los mismos recintos educativos. Decía Rodríguez que era necesario que los pardos tuviesen acceso al conocimiento con la idea de que, a través de él, pudieran mejorar las técnicas utilizadas en sus artes y oficios mecánicos.
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Los dos simones
Es indudable la influencia de Simón Narciso Jesús sobre Simón José Antonio de la Trinidad. La primera vez lo tuvo como uno más del grupo de alumnos de la escuela pública de Caracas y luego convivieron en la misma casa, porque Bolívar se había fugado de su casa y sus tíos y tutores tomaron la decisión de llevarlo a la vivienda del maestro para que éste lo disciplinara.
Rodríguez experimentó con el Libertador las tesis derivadas del Emilio de Rousseau. Fue una enseñanza apegada a la naturaleza, en libertad, que le permitió desarrollar sus habilidades y liderazgo. De allí que Bolívar le dijera en una carta fechada el 19 de junio de 1824: “Vd formó mi corazón para la libertad, para la justicia, para lo grande, para lo hermoso. Yo he seguido el sendero que Vd me señaló”.
Cuando Bolívar se ahogaba en la bohemia tras la pérdida de su esposa en Europa se encontraron nuevamente en 1804 y Rodríguez lo ayudó a enrumbar su vida. Viajan por Lyon, atraviesan Los Alpes, visitan las ciudades más importantes de Italia y presencian la coronación de Napoleón Bonaparte.
En 1824, Simón Rodríguez regresa a América, no por Venezuela, sino por Cartagena, donde solicita la ubicación de Bolívar para seguir sus pasos. Viaja a Perú por Panamá y Guayaquil sin dejar su profesión de maestro. Bolívar lo recibe en Lima y parten luego en un recorrido por Arequipa, Cuzco, Puno y otras poblaciones, pasando luego a Bolivia, donde conoció Oruro, Potosí y Chuquisaca. Bolívar lo nombra: director de enseñanza pública, ciencias físicas, matemáticas, de artes y director general de Minas, Agricultura y Caminos Públicos de la República Boliviana. El 7 de enero de 1826, Bolívar regresa a Lima, siendo éste el último día en que se ven los dos simones.
IGOR GARCÍA /CIUDAD CCS

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