LA MISIÓN, SI EL LECTOR DECIDE ACEPTARLA, SERÁ IR Y VENIR ENTRE DOS MUNDOS PARALELOS, DOS REALIDADES QUE SE SUMAN A LA SUYA, SI ES QUE USTED NO ES CHAVISTA NI OPOSITOR. SI SE SIENTE PARTE DE ALGO, VAYA Y VUELVA, ENTRE Y SALGA, PIENSE Y VUELVA A PENSAR. LA VERDAD Y LA REALIDAD TRASIEGAN Y SE DECANTAN
POR GUSTAVO MÉRIDA Y MARLON ZAMBRANO / FOTOGRAFÍAS MICHAEL MATA Y ENRIQUE HERNÁNDEZ
El 19 de abril de este año 2017, 207 años después del de 1810, el clima, las formas, las circunstancias y los detalles fueron como son 207 años después. Ese día, Almelina Carrillo iba caminando por La Candelaria y una botella de agua congelada arrojada desde lo alto de un edificio le causó un traumatismo craneoencefálico; estuvo internada en una clínica de San Bernardino, de prestigio por su experiencia en tratar traumatismos de emergencia y donde, casualmente, laboraba como camarera. Ese día, en Caracas, mirando la multitud en la avenida Bolívar, ya al final de la tarde, el presidente Maduro sintió a la gente (¿ha (¿ha usted sentido a la gente?) que se quedó hasta el final de su arenga, de su reflexión, y se acordó de Chávez, fallecido cuatro años, un mes y catorce días antes. Entonces supo lo que tenía que hacer.
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La marcha arrancó marcial y peregrina, como cuando entras a las salas del Teatro Trasnocho Cultural y sientes la necesidad de tintinear un sonajero para que te vean o para ver. Esa vida caprichosa, relajada y sibarita estalló en un colorín festivo durante la denominada “madre de todas las marchas” que anunció 26 puntos de convocatoria en la ciudad. Gente con un denominador común que no tenía nada que ver con el reclamo inicial que lanzó la diputada Delsa Solórzano, micrófono en mano: “este gobierno nos tiene pasando hambre”. Por el contrario, se veían bien alimentados, y con esa lozanía salieron a acabar con la dictadura, vigoroso empeño en el que mediaron sedas, nike running, bebidas isotónicas de las saborizadas, tules y mezclilla, ray-ban aviator, lino crudo, un millón de banderas boca abajo y una radiactiva peste a Victoria’s Secret mezclada con vinagre.
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Al mediodía y desde La Bandera, caminamos toda la avenida Nueva Granada, la Fuerzas Armadas —que ahora es una sola, aunque haya desertores en Colombia— y llegamos a la Bolívar. En Parque Carabobo, justo frente a la sede del Ministerio Público, unos chavistas yaracuyanos estaban desparramados por la grama, descansando, aliviando la carga en una ciudad que necesita aliviar la carga como cuando algo tiene que pasar. La gente se preguntaba, cuatro días después de esa concentración, cuándo se va a acabar. “La derecha quemó todas las naves”, diría el presidente Maduro, el mismo día que Almelina Carrillo dejó de existir. Cuándo se va a acabar la muerte. “La ternura está agazapada”, dice Jorge Rodríguez cuando sabe que al pueblo se le eriza la piel de esperanza porque el clima, las circunstancias y los detalles son como son 207 años después de 1810. Existen las redes sociales.
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A mí me dio paja fue con el señor Julián, que en una esquina de la Plaza Francia trataba de vender un lote de banderas en 20, 25 y 30 mil bolívares y una inmensa en 60 mil. Despachó unas cuantas en el transcurso de la mañana, pero no tanto como imaginó, por una circunstancia sobrevenida: las que ofrecía tenían las 8 estrellas y el escudo decretado en 2006 por el Gobierno Bolivariano. Los manifestantes querían era la de 7 estrellas y el viejo escudo de cuando la cuarta república. Entre las tropas opositoras hay una serie de sellos de identidad que se imponen a la realidad en el vaivén de la guerra simbólica, en medio del glamour y las marcas. Uno de sus estandartes: la bandera al revés, la negación no solo del siglo XXI sino de 200 años de tradición republicana.
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En la avenida Nueva Granada una empanada apurada engrasa las articulaciones y veo lo que se ve cuando marchan los pelabolas contradictorios —que somos todos— en esta marcha que evitaría el asalto al poder y que tiene sus circunstancias y detalles 207 años después, que se cuentan rápido, con sus guerras y sus muertos y la sangre y todo lo demás que pasó en esas guerras que se nos olvidaron. Almelina Carrillo no estaba marchando y un objeto contundente arrojado por una mano que obedeció una orden de un cerebro le quitó la vida. Tenía 47 años, la misma edad de Simón.
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Se dijo que atravesarían la Francisco de Miranda, pero una contraorden desvió a los caminantes hacia la autopista Francisco Fajardo, adonde fueron a parar sus cuerpos tallados por la disciplina del training o del bisturí: músculos de acero pulido y nalgas de proyección cósmica, que embutidos en licras y shorts apenas si se veían vulnerados por un sol intermitente que a ratos se escondió tras los grises nubarrones de algodón que permearon el mediodía caraqueño. Niñas con acabados en porcelana rosa, abuelas de cuentos de Hans Christian Andersen, tipos esculpidos sobre blanquísimos bloques de mármol de Carrara y señores empaquetados en sudorosas Lacoste blancas iban detrás, como en las postales de Henrique Avril, de camino a un picnic dominical en el Guaire.
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Tal vez apenas esté empezando todo a revolverse para resolverse. “Esta decisión necesita mucha conciencia del pueblo”, diría el
presidente Maduro, creando el clima, los detalles y las circunstancias para lo que llamó un desencadenante histórico, 20 años después que el presidente
Chávez convenciera a quien hubo de convencer para ir a las elecciones presidenciales de 1998, para ganarlas y convocar a una Asamblea Nacional Constituyente, que es la vaina más arrecha que hay, al menos hasta hoy, para hacer lo que hay que hacer. Almelina no tenía que morir así. Pudo ser cualquiera de nosotros. Pudo votar que sí quería una Asamblea Nacional Constituyente, por ejemplo. Pero no puede. Mientras, en la marcha, la gente camina y baila. Algunos comen arroz con ala de pollo. Ala, así, en singular. Comen y siguen caminando, hasta el final. Yo con mi empanada tengo. Y mi café expreso, y mis angustias pequeñoburguesas, regadas a lo largo y ancho del país porque hace 207 años no sabíamos que había tanto petróleo y la riqueza de antaño era de los españoles hasta que Simón, que se murió a la misma edad de Almelina, dijo eso de que la calma, durante 300 años, bastaba. Era la era de la Guerra de Independencia.
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Al mediodía saqué una conclusión temprana y frívola en la plaza Francia de Altamira, para establecer una certeza que a lo mejor ya venía escrita en El arte de la guerra de Sun Tzu: ¡qué buenas están las venezolanas! Marches donde marches, y como me ha pasado en infinidad de mareas rojas, a esa hora ya me habían vapuleado con violencia seductora 15 pares de tetas y por lo menos 8 nalgas de Lladró, cuando de pronto pasó rozando como una exhalación del diablo una exalcaldesa adeca que fue mi jefa 20 años atrás y tras verme con desconcierto, me abrazó como diciendo “ay, hijo, recapacitaste, bienvenido al rebaño”. Ella fue, siendo yo apenas un embrión de periodista, la primera figura de autoridad que pretendió comprar mi conciencia cuando en el año 98 instó a todo el personal que laboraba en una dirección de comunicaciones a votar por el caudillo Alfaro, so pena de ser despedidos si exhibíamos otra intención. A la semana volamos todos porque sabíamos que a ese caballo desbocado llamado Chávez no lo paraba ni Dios.
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Y así llegó la tarde y así hablaba el presidente Maduro. Antes, durante la empanada, un oficial de la Guardia Nacional Bolivariana se bajó de la moto que conducía un subalterno. El oficial se acercó y pidió un gatorade. Pude cambiar la bebida, pero eso fue lo que pidió. “¿Cómo está el trabajo?”, pregunté con mi uniforme de reportero, mi disfraz de juez y mi responsabilidad por lo mal hecho. Me miró como se mira a un tipo en quien no confías. “Gracias”, exclamé, con esa cortesía de alcabala que va y viene dependiendo de quién salude primero. De repente, imaginé el sudor y el calor tras el escudo y las piedras, el humo, el miao, la mierda, los insultos, las botellas, el cansancio, el hambre, la lucha, el avance, el retroceso, la sangre, el calor, los empujones, los gritos, las arengas, el cansancio, las piedras, el miao…“de verdad: gracias”. Y el oficial de la Guardia Nacional Bolivariana, que compartió el gatorade con el subalterno y pidió otro y con ese otro en la mano y con la misma mano, me tocó el antebrazo. Es duro imaginar que, 207 años después, tengamos que volver a matarnos.
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En Altamira, Delsa aprovechó para agradecerle al alcalde de Chacao, Ramón Muchacho, por su eficiencia en el mantenimiento del municipio luego de que sus huestes regresaran de guarimbear. Era cierto: Altamira relucía tras los destrozos del día anterior causados por la muchachada que exigía, entre otras cosas, el fin de la violencia del régimen comunista, la convocatoria a elecciones generales, la salida, la libertad de los presos políticos, libertad de expresión, elecciones presidenciales, destituir a los magistrados del Tribunal Supremo de Justicia, elecciones regionales, revocatorio, libre mercado, fin de la dictadura, presupuestos, fin del golpe y un larguísimo y azaroso etcétera. Dos abuelitas, frágiles como hojitas de crepé movidas por el viento, se dejaron guiar como los miles que parecían insuflar ánimos sobre la multitud. “De aquí a Miraflores, o para la casa de la montaña” le dijo una rubia de tinte terroso a otra de amarillo fuego, suponiendo que hablaban del Cuartel de la Montaña. Otro grupo de doñitas a la altura de La Carlota, donde se hizo un largo estacionamiento humano, lanzó un chisme de condominio, explosivo a las 2 de la tarde, cuando la marcha se posicionó lentamente por entre los vapores del paseo en familia: “dicen que en El Recreo están disparando bombas lacrimógenas… la Guardia está arremetiendo”. “Pues hay que resistir, que nadie se quede”, remató una matrona con el aspecto de que difícilmente alguna vez le pegó un chancletazo a una cucaracha. Así discutían, como un alto mando castrense, en un zarandeo narcisista por las selfies y el fashionismo radical.
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Ya el ritmo vertiginoso no da vértigo siquiera. Se transforma en un sinsentido, si se mira sin vértigo, cosa que es muy difícil de hacer si estamos todo el tiempo en un ritmo vertiginoso. Ya la marcha, más que mostrar músculo, necesita ser útil. Es un vaivén del que cualquiera se cansa porque, además del mareo, siempre es bueno volver al origen, porque así es más fácil entender que ya la era de las guerras con sangre regada en las calles, de nosotros mismos y por nosotros mismos, se supone que pasó, hace ya 207 años. En realidad se supone que pasó hace apenas 18 años cuando dijimos “sí” a esta pregunta: “¿Convoca usted una Asamblea Nacional Constituyente con el propósito de transformar el Estado y crear un nuevo ordenamiento jurídico que permita el funcionamiento de una Democracia Social y Participativa?”.
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“Maduro malditoooooooooo” se escuchó con densidad de grito de guerra cuando algunos insistieron en seguir hacia la Defensoría del Pueblo, en pleno centro de la ciudad. Sin embargo, la gran mayoría regresó a casa como vino. Era como una película en retroceso que dejó en el tintero sus exigencias y, porsia, a unos piquetes excitados que por varios días (varios años) andan por ahí destruyendo la ciudad, arrebatando vidas e insistiendo en negar que del otro bando también hubo una marcha, multitudinaria, que para nada tuvo ni tendrá la intención de implosionar el país.
Las dos marchas se adjudicaron connotación de maternidad (la madre, la mamá). El asunto es que, hasta donde se sabe, madre, solo hay una.
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