Esta crónica se escribe desde la capital de Cuba, centro de la atención mundial por la noticia del año 2016. Fidel se ha ido por eso que llaman causas naturales. Valdría la pena voltear la intepretación: no lo mataron, él se fue. La última de sus victorias.
No se asombre ni se detenga a contar el número de sensaciones, enunciados y construcciones contradictorias que contiene esta nota. Es exactamente este el clima que se siente en las horas posteriores a la noticia, aquí en La Habana, lugar donde estamos desde el jueves 23 por la noche, invitados por el embajador venezolano Alí Rodríguez Araque para hablar de nuestro propio conflicto en desarrollo.
Por las obvias dimensiones de la noticia, hoy es un día donde se valen todas las demostraciones simples, los desbordes emocionales, la fraseología de autoayuda y los lugares comunes. Ya usted lo habrá visto en redes, prensa, radio y televisión. Nada raro, tratándose de la partida de un referente monumental, figura amada hasta el misterio y odiada hasta la esquizofrenia. Lo justo entonces es intentar relatar con la mayor carga de honestidad el momento, así atormente.
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Pasada la media noche del 25 de noviembre de 2016, Raúl Castro daba la noticia por televisión sin mayores despliegues histriónicos ni introducciones: Fidel, referente moral y político de los grandes atrevimientos revolucionarios de segunda mitad del siglo XX, falleció a los 90 años de edad.
En el primer acercamiento al mass media durante la madrugada percibimos lo obvio: enemigos y admiradores, detractores y aliados, todos convergieron en un mismo punto horas después: Fidel Castro marcó la segunda mitad del siglo XX, fue un personaje trascendente para la historia de la humanidad.
El alto nivel de polarización dentro de la opinión pública mundial que ha generado el acontecimiento, poco efecto tiene en los cubanos comunes, que para sorpresa o decepción de muchos han roto las apuestas quebrando los postulados morbosos de izquierda y de derecha: no hay cubanos reventando los edificios de la revolución en una fecha ansiada y predicha por sus enemigos. Tampoco hay cubanos desmallados en llanto en la Plaza de la Revolución jurando lealtad al futuro, imagen némesis alimentada por el catecismo de los dogmáticos.
Lo que sucede ahora mismo en La Habana, su realidad sin filtros, es la manifestación de un silencio tormentoso, inimaginado y fuera del estándar. El silencio de hoy es también una forma de demostrar respeto. Se siente un país afligido, en dolor, pero sin drama. Imposible no afectarse por el hombre, amigos o enemigos, simpatizantes o críticos. Imposible también no medir las múltiples consecuencias del hecho. La aparente calma de La Habana es un lenguaje.
A 90 millas, la celebración de la gusanera en Miami, otra extensión de la vieja Habana, también relata el peso del momento: Fidel murió cuando le dio la gana, hasta ahí su dominio del tiempo y voluntad, muy a pesar de ellos.
Recorrimos Centro Habana y sus barrios periféricos, calles vacías, cielo encapotado, poco tráfico, pocas personas por los ejes más concentrados de la ciudad. La actividad comercial a media máquina y la calma de sus esquinas y paradas de transporte público cerraban el panorama de los días 1 y 2 de una Cuba sin Fidel. El cubano hace silencio y se decide tranquilo como una forma de hacer reconocimiento a una historia que pesa demasiado.
El tipo murió en su ley, leal a su conducta y a su país. Y esa es una clara decisión política e histórica que el cubano de a pie valora, y lo demuestra parando un poco el baile y la música. Hoy no hay fiesta en La Habana.
Nos dice Osmany, conductor de un desvencijado taxi Lada, que no rememoró sólo al histórico Fidel comandante guerrillero y del período especial, sino también al amigo y familiar que en las condiciones más adversas no se rajó, que no traicionó su palabra. Como casi todos los cubanos conocidos, él tiene un cuento con Fidel.
Dice que de pequeño sufrió una caída aparatosa en pleno juego de escondite, y tirado en la calle con la mandíbula sangrante, justamente pasaba la caravana presidencial y Fidel se detuvo a atenderlo y desviar la ruta para llevarlo al hospital. Fábula o no, es su cuento de presentación y la solidez de su narrativa le anota un punto.
Adianys, vendedora de verduras de Centro Habana, dice también que se queda con un Fidel compadre que en momentos jodidos siempre moralizaba, reía y buscaba soluciones propias, sin darle espacio a la victimización y al lloriqueo. Por momentos nos parece un calco de las historias típicas de cualquier venezolano narrando a Hugo Chávez.
Es una realidad que la muerte de Fidel le pesa a un país dependiente de su estatura y de su impresionante capacidad para la toma de decisiones acertadas, pero temerarias en momentos críticos. La segunda mitad del siglo XX fue testigo.
Pero también vive y se muestra la otra Habana dependiente del turismo, esa que parece ser indiferente a la partida de la segunda marca más vendida al exterior de Cuba después del Che. Los modernos buses de uso exclusivo para nalgas europeas y gringas no pararon de rodar por el mismo malecón que hace apenas cinco meses era de uso exclusivo de un Vin Diesel y su octava versión de la taquillera saga Rápido y furioso, símbolo de la ostentación. No hay luto ahí, hay compra y venta de lo que usted quiera. Ahí no está Fidel, y eso está bien.
Esa condición de la cultura de consumo que impone una economía dependiente del turismo parece penetrar en lo más profundo de las nuevas generaciones de adolescentes cubanos, donde la política no es prioridad, y donde la referencia existencial ahora es Beyoncé y sus poderosas caderas; ahora con posibilidad de venir cuando quiera a exhibirse donde quiera, Obama y la flexibilización de las restricciones le han dado ese privilegio. Ahí también una derrota.
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Es imposible no preguntarse qué es lo que en definitiva se fue, más allá de la propensión al panfleto y a los lugares comunes. A la coehlización de un tipo histórico.
Se fue un personaje que marcó la historia política del siglo XX desafiando todos los paradigmas y dogmas que veían imposible una revolución en un país pequeño, caribeño, rural y ya colonizado por los gringos.
Se fue un tipo histórico que se hizo indestructible por una decisión política consciente y no por características sobrehumanas: fundirse con la gente y jugar a cuadro cerrado con el país sin visiones importadas o chantajes académicos. Sin subestimación ni temor.
Se fue un político que rompió con un axioma de la geopolítica: la que dice que la capacidad de influencia internacional de un país radica en sus características económicas, geográficas y geoestratégicas. Cuba, un país pequeño, diseñado como cabaret por los gringos, logró incidir en la pugna global más jodida de la historia reciente: la guerra fría.
Fidel demuestra que cuando un individuo valora y siente orgullo de su tiempo y de su país, no hay axioma o barrera que le impida romper con las amarras de su subestimación. Pero en honor al tiempo, a Chávez y a Fidel, hay que decir que ha muerto el tiempo de los individuos. Y eso también está bien.
Con Fidel se ha ido la etapa de los héroes, el tiempo y templo de los dioses, la construcciones mágicas-religiosas alrededor de una sola vida. Con Fidel y Chávez parecen haberse ido también las ideas y los ímpetus individuales, los ciclos de los hombres indispensables. La burguesía lo sabe y golpea, avanza y pisa sobre una clase que aún no decide valorarse a sí misma, que aún no sabe de su fuerza destructora y su capacidad constructora, una clase que aún sigue venerando, no pensando.
Pero la determinación de los tipos que se van son referente para la declaración de principios que aún no hemos hecho y que el futuro espera ansioso. Es una carrera contra lo inevitable, el sistema que hizo posible a estos hombres-dioses está en quiebra. Otra cosa habrá de fundarse en esto que llamamos planeta y lo hará quien llegue primero. Los ricos lo saben.
Son ellos o somos nosotros.
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