viernes, 27 de septiembre de 2013

Organizarse para habitar sueños


Consejo Comunal El Renacer. El Limonal
Consejo Comunal El Renacer. El Limonal
El galancito de la cuadra ―son sólo dos cuadras― afina su trompeta. Lentes gigantes y oscuros, gorra de visera ancha y ropa apretadita definen unos tímidos músculos. El chofer de una línea de buses cercana coge todo el aire que cabe en su gran barriga para hacer lo mismo con su instrumento.
Niñas de faldas floridas y camisas blancas revolotean por la calle central. El pañuelo rojo en sus manitos delata al santo que carga a cuesta una de ellas: San Juan: el que todo lo tiene, el de los amantes, el de los trances con alcohol, el que rompe los cueros, el que va con San Pedro, el cabeza pelada, el de Curiepe, el de la fiesta larga, el descamisado, el que to’ lo da.
Y un…dos… un dos tres… parranda… La dictadura del sol inclemente ha quedado abolida por la misericordiosa melodía de los cuerpos que paulatinamente se van alborotando. La modorra insiste en mantener su imperio, pero no hay alma que resista al sonido de un toque de mina.
La parroquia Mamporal está de fiesta. El consejo comunal “Renacer El Limonal” logró erigir en esta tierra baja 36 viviendas para 102 compañeros. Las casas de un rojo opaco se alzan en esta boca de infierno precedidas por unas maticas que prometen sombra segura para futuras generaciones.
Los globos ceden uno a uno al rigor del calor. Cada explosión es sucedida por la alharaca de los carajitos que juegan sin hacer caso a la inclemencia de un cielo claro y luminoso a más no poder. Acaso a medio día, una gota de sudor casi imperceptible obligará a un respiro a estos cuerpos forjados por la crudeza de una temperatura agobiante.
Las plantaciones incipientes de plátano son el telón de fondo de la escena. En un momento ya la música y el aire que se respira son lo mismo; y el no-sé-qué de las niñitas, el movimiento natural de las cosas. Las mujeres casamenteras se contonean en shores cortos y camisetas de colores vívidos; sus largas piernas y las palmas cierran una composición armoniosa. Las más viejas son gordas matronas que gobiernan desde una silla de plástico en los costados de las casas. Sus movimientos son cortos y premeditados. Un grito es suficiente para que todo a su alrededor eche a andar.
Tardaron año y medio en levantar las 36 construcciones. Antes no eran más que precarias estructuras de zinc. La tardanza en la entrega de algunos materiales y un fracaso en 2009 con el antiguo consejo comunal todavía pesan entre los voluntarios que se sumaron a la tarea de no dejar rastro de los otrora templos de miseria.
Sin titubeos, todos los brigadistas señalan a la misma gente en sus relatos de agradecimiento: se refieren a ellas como “las muchachas del consejo comunal”. Son madres solteras, son jóvenes, se organizaron para soñar despiertas y habitar sus sueños.
Una de ellas es Amalín; era la encargada de resguardar las finanzas; fue la madre y el empuje de todos. Ni un rastro de amargura en su cara. La sonrisa franca y amplia despeja toda desconfianza. Con certeza y sin parpadear lanza el dato duro: 4 millones 320 mil Bs invertidos; casas de siete metros por nueve, tres habitaciones, un baño, sala, cocina y comedor.
Ya se aventura a vislumbrar próximas acciones: Empresas de Propiedad Social (EPS) para la comunidad mirandina. No se asusta por no saber nada al respecto: “uno lee, estudia y le da pa´lante”.
Entre el “tiqui tiqui taqui de la mina” se oye la potente voz de Aura Aguilar. Sus helados de yogurt y tizana son un alivio en el lugar. Tiene dos chamos de seis y once años. A punta de vasitos vendidos los mantiene. Hace un día le dijeron que su terrenito será sometido a la alquimia popular que transforma ranchos en casas dignas.
No deja de repetir la buena nueva a todo el que llega en búsqueda del bálsamo para las gargantas adoloridas de sed. Sabe que deberá superar trabas, obstáculos y mentiras, pero confía en que si sus vecinos permanecen unidos podrán “hacer Patria y mejores personas”.
Señala a sus muchachitos y augura que “el día de mañana serán unos patriotas” y con un guiño de mujer a la que la pobreza no le ha arrebatado los sueños confiesa: “A mí me gustaría que mi hijo fuera un Chávez”.
Pasa con un caminar lento y cabizbajo Julián Martínez. Tiene 64 años y llegó a los 22 a Mamporal, proveniente de Cúpira. En aquel entonces, alzó su casita “que no era buenota, ni mala”.
Ahora se echó al hombro la construcción de nueve viviendas más a su lista larga de albañil. Ninguna sería para él; asumió la labor porque dos de sus nietas estaban en las filas del centenar de luchadores con una nueva conquista en su hoja de vida.
Consejo Comuna El Renacer. Miranda
Consejo Comuna El Renacer. Miranda
Su compañera, Juana, dice casi con vergüenza que ya le cuesta echar escardilla y machete para mantener su conuco. Tiene 65 años y su figura débil es casi incompatible con el relato de la siembra de cacao y plátano.
Con aplomo declaran que nunca se han cansado, que nunca dudaron del éxito de la tarea emprendida; “uno cuando se compromete tiene que ser responsable”, aclara Julián.
Ni la muerte del Comandante Chávez lo amilanó: “Nosotros tenemos revolución por eso: porque no nos paramos;
no desmayamos, seguimos pa´llá”.
Con los ojos claritos, aguados por el sudor y los ecos de unas lágrimas lejanas de quién sabe qué día largo, Julián sentencia con la dignidad de quien levantó el mundo contando sólo con sus dedos: “Una revolución es cuando el pueblo se agrupa, se ajunta a batallar por una causa justa y aquí está la nuestra”.
 Neirlay Andrade

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