domingo, 28 de febrero de 2016

El Alazán: los pecados de la carne


Dedicado a Alberto Federico Ravell
Desde su nacimiento, en los oscuros pasillos del siglo XIX, la burguesía venezolana ha sido un agregado social asociado a la antropofagia. La depredación, el pillaje, el exceso y el más alevoso de los consumismos son formas sociales que acompañan a esta estirpe caníbal. Luego del asesinato concertado de Zamora, quien les llevó a las puertas del poder demandando a cambio tierras y dignidad para los pobres de entonces, el reparto de las exiguas riquezas de aquella Venezuela dio paso a la conformación de los grupos familiares que aún hacen de las suyas a costa del expolio de los recursos nacionales, y sobre todo: entregados a un festín interminable, trincando pingües trozos de exquisitas carnes, catando vinos de la más inimaginada denominación de origen, y decidiendo el destino de un pueblo al que ellos le dan la espalda. Un pueblo al que le continúan quitando los alimentos de la boca. Para devorárselos, con fruición, y luego en un artificio ya viejo -muy del siglo XIX- pasarle la cuenta al Estado Venezolano. Un Limoncello, por favor.
La conducta orgiástica, egoísta e irresponsable es un signo histórico de la psicopatocracia criolla. La breve presidencia de Andueza Palacio se recuerda como una monstruosa seguidilla de banquetes, ingentes cantidades de bocadillos, e interminables cajas de licores de importación a costa del erario público, que contemporizaban la actividad de un gabinete de gobierno entregado a las bajas pasiones. A los pocos años, tras el triunfo militar de Joaquín Crespo, el convite de recibimiento al recién coronado caudillo refuerza toda la pompa y derroche de la oligarquía veneca. La crónica relata que la fila de coches de montura iba desde Veroes hasta la entrada del entonces pueblito de Sabana Grande. La lista de asistentes al festín de Crespo la completan algunos nombres conocidos: Arcaya, Alcántara, Pérez, Machado, Velutini, Boulton, Amengual, Villanueva, Zuloaga. ¿No les molesta la obviedad? Cada cumpleaños de Juan Vicente Gómez -algunos años después- se celebraba públicamente invitando a todo el pueblo de Caracas y las grandes ciudades a una comida pública.
¿Adivinen a comer qué?
A comer carne.
Durante esos años se consolidan las formas más aviesas de la cultura política que marcará los XIX y XX: aparece el situado constitucional, las grandes empresas familiares proveedoras del Estado, comienza la hacienda pública a ejercer de caja chica de las fortunas locales, y se teje un macabro sistema de alternabilidad política que deja en el mismo lugar a los mismos nombres. Y durante esos años aparece el mitema de la carne. Un signo cultural que irá asociado -atado, diría la antropología- a la ostentación y el ejercicio del poder, al lujo, y a las formas pulsionales que mueven el deseo de una clase social que 150 años después se niega a morir. En ese sistema de símbolos aparecen para la democracia adeco-copeyana los restaurantes de carne como la reformulación de ese viejo anhelo derrochador, y el más claro signo de la continuidad de cómo procede este grupito de psicópatas y annunakis.
Lo terrible es la pretensión de continuidad de estas formas pesadillescas de la cultura del derroche
No es extraño, entonces, que la misma tara cultural y etnó-histórica se repitiera en lujosos establecimientos como El Alazán y Burguer Shak, ahora defenestrados por la justicia. Comprar al mercado negro carnes importadas que tenían como destino las redes populares de abastecimiento, para ofrecerlo en los festines de la misma clase pervertida y obesa que hoy día pretende retomar el poder. En uno, El Alazán, se reúne la vetusta casta de jefes mediáticos cuartorrepublicanos, adictos a la Ensalada Neptuno, las Arepas con Natilla, y el corte de Punta Trasera. Importada. Para el pueblo. Pero que se joda. En el segundo, acude la neo-burguesía 2.0, los aspirantes a líderes, pasados de kilos, idiotizados de tantos almidones, y zombies del discurso empastelado del Profesor Briceño y Chataing, para realizar interminables hamburguesadas, doble, triple carne y extra de mayonesa tipo deli. Acompañadas de su cerveza Polar. Todo esto pagado -o robado, utilizando el laberinto de los dólares preferenciales- por el pueblo venezolano que aún hace la cola y se pregunta por el destino de esos filetes.
Por ahora quedan fuera de la lista el Lee Hamilton Steak House, que tiene entre sus más célebres clientes al actual presidente de la Asamblea Nacional, y el Brasero del Marqués, desde donde Antonio Ledezma convidaba cortes importados a quienes lo alentaban como presidente de una ficticia transición mientras escanciaban abundantes sangrías, sangría de la tipo hawaiana.
No hace falta, entonces, recurrir a los instrumentos del psicoanálisis para comprender la perturbación que para estos grupos significan las acciones de castigo a la red de contrabando de carnes que adelantaban este grupo de locales. El consumo excesivo de carnes importadas, y licores de todo tipo, hijos del modelo de renta y expolio del erario nacional, son sólo signos que refrendan su destino manifiesto y resueltamente sangriento. Lo terrible de toda esta historia es la pretensión de continuidad de estas formas pesadillescas de la cultura del derroche, y el solipsismo de una casta carnívora que ahora se preguntará adónde irán a pedir otra ronda de tiritas de lomito, o quién carajo les servirá la próxima copita de Limoncello.

No hay comentarios:

Publicar un comentario