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ESTE CINEASTA ES UN HOMBRE QUE NARRA, PERO QUE PARECE SER NARRADO POR OTRO NARRADOR IGUAL A ÉL. EN UN APARTAMENTO GRANDÍSIMO LO ACOMPAÑAN CLOE —SU PERRA—, SUS LIBROS Y SUS PELÍCULAS
POR ANDER DE TEJADA ⁄ FOTOGRAFÍAS JESÚS CASTILLO
Hay ciertos personajes a los que, en ocasiones, introducirlos está de más. Hacerlo sería ocupar los espacios con información más que publicada y fácil de encontrar. Además, están en el verbo de la gente como en una búsqueda rápida en internet. Sin embargo, lo escribiré rápido: Román Chalbaud es un director de cine, un dramaturgo, un ávido lector de literatura, un observador de películas y de obras de teatro y un amante de los perros. Nacido el 10 de octubre de 1931, en Mérida, ha dirigido piezas como la aclamada El pez que fuma (1977), Cangrejo I y II (1982 y 1984) y Pandemónium, la capital del infierno (1997).
Subimos a su apartamento caraqueño y somos recibidos por un trabajador. Nos encontramos con un piso de madera, casi gemelo del techo, que tornaría el ambiente en una caverna si no fuera por el ventanal que deja entrar unos seis metros de luz proveniente, nada más y nada menos que, del paisaje de una Caracas casi completa: el Waraira Repano, desde Cotiza hasta El Marqués, el sur y el este de la ciudad. Vamos al segundo piso, guiados por el señor, hasta un ambiente más claro. A los lados vemos cuadros con los afiches promocionales de sus películas, con el nombre de Román Chalbaud en todas las alturas que merece, mientras nos acercamos, cada vez más, a él. Quien nos guía se detiene, se voltea y nos invita a pasar. Las paredes son blancas. No exactamente por la pintura (la pintura no se ve) sino porque es, en su totalidad, una estantería cargada de libros y películas, que las convierten en biblioteca y videoteca.
En la habitación, sentado en una silla de computadora, vemos la sonrisa de Chalbaud dándonos la bienvenida y diciéndole a Jesús, el fotógrafo, que es bueno verlo. Nos sentamos. Todo comienza.
Ya tengo en mente el detonante de la conversación. Teniendo apenas 22 años, la referencia de Román Chalbaud es algo que resuena, como una ley que uno no se ha estudiado pero que sabe que está ahí, en los otros. No lo viví, pues, en su época más agitada, en proyecciones y obras de teatro.
Recordemos —para otros, como yo, quienes más que su obra conocen su nombre—, detalle a detalle, letra por letra, que este es un tipo que se juntaba con Isaac Chocrón y José Ignacio Cabrujas, que se turnaba con ellos las tareas en las obras teatrales que lanzaban en conjunto: un duro del arte, un tipo con historia y para la historia.

“DIGO QUE TENGO UNA ESPOSA Y DOS AMANTES: LA ESPOSA ES EL TEATRO Y LAS AMANTES SON EL CINE Y LA TELEVISIÓN. PERO NO TE PUEDO DECIR A CUÁL QUIERO MÁS’’
En fin, continuando con lo del detonante, le indiqué que solía habitar un apartamento en el mismo edificio en donde nos erigíamos. Él echó un cuento de varios minutos sobre cómo lo había comprado. Dijo que parecía la historia de una película. Primero, el dinero no estaba. Un penthouse siempre ha sido caro, pero el Banco de Maracaibo, en esa época, estaba prestando un millón a quien comprara inmuebles. La casualidad, entonces, se volvió muy sospechosa: esa misma noche un vecino tocó el timbre de su pequeño apartamento en Las Palmas, le informó que quería mudar a su madre al edificio y quien quisiera venderle su apartamento recibiría 750.000 bolívares en efectivo. Román hizo la suma. Uno más uno es dos. Dos más 1.749.998 da 1.750.000. Lo que hacía que faltaran, solamente, 500.000 bolívares que Chalbaud no sabía de dónde sacar. Pensó en un amigo, Arturo Calderón, actor de muchas de sus películas, y le pidió la plata. Después lo llamaron de Puerto Rico para que hiciera El tormento, una novela que había dirigido previamente en Venezuela con mucho éxito. Siendo la paga muy buena pudo terminar de comprar el apartamento, el inmenso apartamento, la casa en donde más le ha gustado vivir, puesto que hay espacio suficiente para toda la historia del cine en DVD y para más de seiscientos libros, todos dispuestos en esa estantería blanca. Cuando uno camina ahí, pues, se pasea por un museo, por una reliquia, por los pasillos de la casa de un tipo obsesionado con el arte.
EPALE 213 ENTREVISTA ROMAN CHALBAUD (3)“Está toda la historia del cine. Tengo a Chaplin, Buster Keaton, Fellini, los hermanos Marx, Stanley Kubrick. No falta ninguno. La primera fila de arriba son obras de teatro llevadas al cine. Teatro en el cine. Una de las cosas por la cuales me alegro de haber hecho todas esas horribles telenovelas que tuve que hacer es que pagaban tan bien que pude comprar toda la historia del cine. Las fui comprando, en esa época se compraba por internet. En todos los cuartos hay algunas. Están las películas más importantes que se han hecho”, explica.
Todo está organizado, todo luce bien. No hay problemas para el momento del antojo: buscar no es tarea difícil. Los nombres de los directores están escritos en los estantes. Yo le pregunto si las ha visto todas y él asiente.
“Yo tengo dos películas favoritas que son Roma, ciudad abierta, de Rosselini, y Los olvidados, de Luis Buñuel, porque me cambiaron el concepto del cine, me abrieron los ojos al hecho de que el cine no servía solamente para escapar de la realidad sino también para enfrentarla’’.
Su amor por el séptimo arte, ese que lo llevó a armar esa colección, comenzó cuando era apenas un niño. Román vivía por el Nuevo Circo, cerca de un cine. Los dueños del establecimiento, al igual que su familia, provenían de Mérida, lo cual funcionó para iniciar una relación amistosa que se traducía en el regalo más preciado para el Chalbaud infante: entradas gratis a todas las funciones, que aprovechaban su abuela y él para apreciar lo mejor del cine francés, el que más proyectaban. Su abuela no solo fue quien lo acostumbró a ver películas sino quien le inculcó el hábito de la lectura, quizás más por una curiosidad de Román que por un mandato de la señora. Él, al ver que su abuela se dormía con un libro apoyado en la mesa de noche, escabullía el cuerpo dentro del cuarto y lo tomaba para sí. La costumbre, dice Román, todavía persiste. Leer es, según él, hacer una película dentro de la cabeza, por eso es tan importante la conjunción entre literatura y cine.
Años después, cuando estaba en bachillerato, tuvo que elegir una actividad extra cátedra y fue seducido por el nombre del teatro. Quien le dio clases fue Alberto de Paz y Mateos, un duro del teatro de la época. Con él montó obras, a esa edad colegial, a las que solían asistir los intelectuales de la época. Después, siendo amante del cine, se enteró de que existía Bolívar Films y de que estaban haciendo películas. Quiso ser asistente de dirección en una película y, por haber sido alumno de Alberto de Paz y Mateos, tuvo la oportunidad de dar su primer paso en el rodaje de Luz en el páramo, del mexicano Víctor Urruchúa.
El resto, como saben, es historia.
EPALE 213 ENTREVISTA ROMAN CHALBAUD (2)
Román baja las escaleras de su casa. Detrás de él, los recuerdos de su arte
LOS AMORES
“Digo que tengo una esposa y dos amantes: la esposa es el teatro y las amantes son el cine y la televisión. Pero no te puedo decir a cuál quiero más’’, dice Román entre risas.
Efectivamente, ya hemos hablado de sus tres amores, sus compañías, solo que no las hemos declarado como tales. Primero está, como una unidad, el cuadrado amoroso entre él y el cine, la televisión y el teatro. Pero después aparecen los perros.
Román no puede vivir sin ellos. Apenas se murieron Ámbar (una pastor alemán), La China y El Chino (dos sharpéis) tuvo que conseguir otro. Por ahí está, en algún sitio de la casa. Todavía no lo vemos, solo escuchamos la descripción del cineasta. Habla de una cachorrita hermosa y simpática, pero que muerde porque apenas le están saliendo los dientes. En una de las vueltas que dimos a la casa, para observar las estanterías, quedamos al lado de una puerta de vidrio que da hacia una terraza. Román voltea y, con una sonrisa, nos avisa que viene la perra. Hace su llegada, entonces, una cachorra amarilla que con tan solo un aullido puede abrir las puertas que quiera. No necesita manos y nos lo prueba. Primero ladra y agita la cola. Román le dice que no ladre desde el otro lado del vidrio. Después aúlla, lo que para ellos, dicen, es un llanto. Román nos avisa, entonces, y le abre la puerta al can, que nos busca para el reconocimiento, se deja acariciar, pero la inquietud la hace moverse un rato hasta volver al dueño.
El amor a los perros, como todos sus amores, parecen comenzados —o terminados— por los efectos de la narración teatral, literaria o cinematográfica. Él habla de las conjunciones, pero toda su vida es una unión accidental de elementos que ejemplifica aquello de que toda causa tiene un efecto, pero que a veces se vuelve una ensalada hermosa que hace pensar en las posibilidades del destino innegable. Pasó con el cine, con su amor persistente, su pasión casi novelesca que lo hizo dedicarse en cuerpo y alma al arte, dejando atrás hasta al colegio mismo. Después pasó con la forma en que comenzó a amar desmedidamente a los perros: aquel día en que su primera perrita se escapó de la casa, tras el sonido del timbre y la apertura de la puerta, y fue arrollada por un carro. Y pasó con su abuela, con otro de sus amores, a quien Román solía llamar “Mamaíta” por considerarla su otra mamá. Cuando se enfermó fue Román mismo, con 11 años, quien se dio a la tarea de acompañarla por las noches. Por varios días estuvo durmiendo en una pequeña cama que guardaba debajo de la cama médica de su abuela. Un día, por razones extrañas, se llevaron la cama del cuarto. Román vio a sus hermanas llorando. Más tarde su abuela lo llamó. “Me voy a morir hoy’’, le dijo. “Se llevaron la cama de tu cuarto’’, continuó. No sé qué habrá dicho Román. No sé qué habrá pensado entonces, con tan poca edad, pero así fue, como una película, como un cuento o como una obra estremecedora que quizás se podría llamar así mismo: “La conjunción”. Dígalo, señor Román.