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MENDOCITA YA PASÓ LOS 70 AÑOS Y LUCE DE 45. FUE UNO DE LOS MEJORES JUGADORES DE LA VINOTINTO Y ES UN PROFUNDO CONOCEDOR DEL DEPORTE NACIONAL. ¿DÓNDE ESTÁ LA FUENTE DE LA JUVENTUD? PUES EN EL FÚTBOL 
 POR ANDER DE TEJADA ⁄ FOTOGRAFÍAS ENRIQUE HERNÁNDEZ
El exjugador vinotinto no solo era un maestro del juego sino de esos constructos que llaman valores: fue un jugador que apostó siempre por lo nacional y por el fútbol jugado con amor.
Hay un rumor que corre entre los círculos venezolanos de los exjugadores de fútbol y sus allegados veteranos. De hecho, hay que ser bien veterano para afirmarlo. Sin embargo se escucha, en medio de las canchas o en las discusiones cerradas, que Luis Mendoza, o Mendocita, fue el mejor jugador de la historia de la Vinotinto. Cuando estamos en medio de ese ambiente oscuro que es su casa, repleto por doquier de imágenes del pasado y símbolos de la izquierda internacional, y él escucha lo mencionado arriba, la forma en que figura su nombre en la historia del fútbol nacional, solamente se ríe y dice que no, que no fue así.
Todo comenzó cuando lo pusieron de mascota del equipo Unión, a los 2 años, es decir, inició desde el punto más bajo del deporte. Tras esto ingresó en el Colegio Dos Caminos. A los 10, su papá se lo llevó del país, rumbo a Italia, debido a un exilio político. A pesar de que su segundo apellido es Benedetto, su papá se rehusó a nacionalizarlo italiano y lo puso, casi obligatoriamente, a leer Doña Bárbara, para lo que él denomina como la preservación de su venezolanidad, el exaltamiento de su criollismo. Allá jugó lo que en el argot popular son las caimaneras, un juego sin cortes ni jueces, en donde la imparcialidad se diluye en un nuevo sentido de democracia de calle. Desde ahí la pasión fue manifiesta: cuando esa energía indefinible bulle, se tienen que dejar para después otras cosas que, a veces, son importantes. Luis se jubilaba del colegio continuamente —y no le importaba hacerlo— para medirse en el deporte con tipos pasados de la pubertad que él todavía transitaba. La brújula futbolística es una de las más optimistas: siempre indica su norte y a veces no repara en obstáculos. Después de vivir en Genoa se fueron a Parma, donde su papá se graduó de economista.
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Mendocita demuestra que al balón se le trata con cariño sin importar el entorno
Volvió a Venezuela a los 15. “En barco’’, indica. Se inscribió en el Instituto San Pablo, en La Pastora. Un día se encontraba jugando una caimanera en las canchas que se ubicaban donde hoy día queda la estación del Metro La Paz. Clemente Ortega, un entrenador uruguayo, por causalidad fue a observar la mina de oro que generalmente son los espacios informales del fútbol. Quedó sorprendido, entonces, cuando vio el despliegue de Luis y la forma en que funcionaba como un cerebro con pies, como debe funcionar, pues, todo volante, todo creador, todo el que vista con orgullo el número más pesado del fútbol: el 10. Se lo llevó a jugar al Banco Agrícola y Pecuario, en donde figuraba Alí “El Cholo’’ Tovar, uno de sus ídolos del momento.
“También jugaba el mulato Elio, a quien lo ficha el Nápoles, cuando fue con el Botafogo. Jugaba con Garrincha, ¡imagínate!, pero no le gustaban los aviones y éramos más mujereros que el carrizo!’’, señala.
Es importante indicar la situación futbolística de entonces. No era como ahora, con un mediano avance en la cantidad de equipos que conforman la competición y la institucionalización del deporte. En esa época, por poco existía una federación que sostuviera adecuadamente la práctica del fútbol. “Todo era beisbol’’, indica Luis, quien agrega, además, que siempre se posarán sobre nosotros, en forma de perjuicio, los 50 años de atraso que tenemos en materia de fútbol por haber entrado tarde a competir internacionalmente, con los equipos del país, en competencias como la Copa Libertadores o la Copa Sudamericana, que ya estaban siendo disputadas por países vecinos. Solo contábamos, en la época que jugó Luis Mendoza, con cinco o seis equipos en primera división.
Luis, iniciando la década de los 60, apenas contaba con 15 o 16 años. Se debatía, entonces, en un dilema común cuando la grandeza llega temprano: el cuerpo de un adulto versus la mente de un chamín introduciéndose en un mundo nuevo y a veces bastante depredador. Sin embargo, si nos remontamos a la época, siendo el fútbol todavía un deporte sin el sostén publicitario del tiempo contemporáneo, el flujo absurdo de dinero entre sus mares no era tan desenfrenado: “Ganaba 300 bolívares al mes. Era el muchacho más rico del salón’’, indica entre risas. Su carrera apenas comenzaba a despegar y no se detuvo en el tránsito largo por su pasión. Después de jugar en el Banco Agrícola y Pecuario se fue al Deportivo Italia, de ahí pasó al Galicia, a Estudiantes de Mérida, al Portuguesa, de nuevo al Galicia y terminó su carrera en el Caracas Fútbol Club, con 41 años de edad.
“El fútbol es mi vida’’, dice varias veces. Cuando habla del deporte, siempre lo hace con una sonrisa amplia y mirando hacia abajo, como si fuera demasiada la alegría y hubiera que esconderla un poco debido al desborde inminente. Su vida es el fútbol, pero también son sus hijos. Dos varones y una hembra que, debido a la admiración, devino tocaya de Diego Armando Maradona. Así se llama Vanessa Maradona Mendoza. En su casa, oscura, futbolística, camina su esposa de un lado a otro. Luis indica su edad, que es un dato importante pero que se olvida al ver su vitalidad, su pelo negro y sus bíceps de adolescente. Tiene 71 años.
Como ya sabemos, vistió la camisa vinotinto en Copa América y torneos suramericanos: “El fútbol ha sido toda mi vida. Y representar al país y defender al fútbol venezolano es siempre mi meta. A diferencia de ahora, cuando el futbolista exige miles de dólares por representar al país, a veces nosotros íbamos gratis, con problemas de uniformes. En Uruguay, en la primera Copa América que fuimos, nos tocó cambiar de franelas. Teníamos una con botones que a los tres partidos tenía remiendos y se sostenía de alfileres, aunque esos alfileres después sirvieron para puyar a la gente en los tiros de esquinas’’, comenta Luis en medio de una carcajada, mientras mira por la pequeña ventana de la sala como si viera reflejado todo ahí.
No se puede saber si en él hay nostalgia o alegría desmedida al hablar del fútbol. La verdad es que es un hombre difícil de descifrar, pero con un verbo honesto. Cuando le toca hablar de la Vinotinto contemporánea, por ejemplo, lo hace sin problemas, indicando los inconvenientes con un tremendo diagnóstico. Señala la era Richard Páez como la mejor del fútbol nacional y se declara enamorado del fútbol como si la vida fuera una narración épica y hubiera que declararse así, de la forma antigua, sin importar la apariencia y el desapego new age. Admitir el amor de tal forma es algo importante, es algo valiente, más bien. Admitirlo así, de cierta forma, diciendo también que no se ama a más nada por encima de eso, es simplemente hermoso.
Cuando se le interroga sobre la parte amarga del fútbol, que vendría a ser, en este caso, el retiro, cuando el cuerpo no da más, Mendocita vuelve a reír y dice que eso no se acaba. “Él fútbol no termina; el fútbol profesional sí’’. Tras esto, se dirige con paso acelerado a su habitación y saca una taquera. La abre y muestra al aire sus vendas brasileras y sus tacos. “Sigo jugando —dice—. Imagínate: me toca jugar el sábado y ya tengo listo el bolso’’. Se ríe. Todo el ambiente ríe, a decir verdad. Después hablamos de la muerte. Ese álgido tema fue alcanzado por la evocación sobre el fin del fútbol. Primero nos lo dice implícitamente. Después, sin embargo, asumiendo lo que es quizás su mayor deseo, sentencia: “Seguiré jugando hasta que no pueda más. Si me va a pasar, pido que sea ahí, en el campo de fútbol”.
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