POR MILTON HERNÁNDEZ GONZÁLEZ
Me acerqué al pueblo rural Arenales, del estado Lara. Dice Jaime Pimentel que es un lugar desértico de tierra amarillenta y recosa. Flora salvaje medio bañada por pocos ríos, animales domésticos y montaraces, reptiles en su mayoría. Un limpio y bello azul cielo que sirve de techo a La Divina Pastora, patrona que bendice y cuida a sus feligreses, quienes le rinden culto cada vez que llueve tan fuerte como en el día de hoy. Huyendo de la lluvia me llego hasta la casa de mi comadre Iribarren, donde fui sorprendido por la mala noticia de que ella había muerto en la madrugada. Cuestión que me obligó a quedarme para participar del sepelio. Las horas transcurrieron lentamente entre abrazos de pésames, haciendo presencia la noche que fue cubriendo el lugar, en un ambiente fúnebre de luto y de dolor inconsolable.
El llanto abundante de los familiares de mi comadre moja la tétrica urna, que se sostiene equilibradamente sobre los cuatro cirios que alumbran a medio tono las caras rezanderas de las ancianas y de vecinos presentes. Trocitos de quesos, galletas y chocolate caliente van servido en bandejas para mantener despierta a la compañía amiga.
El licor seco hace brotar chistes de las bocas grotescas de los paisanos reunidos en el patio de la casa. Llega la madrugada con olor a flores de muerto, mucho dolor y llanto por la pérdida humana, que es sacada en brazos de amigos rumbo al lúgubre cementerio de la colina. Nos remontamos por el camino empedrado hasta donde está el hoyo del olvido que sepultará a mi comadre para siempre y, a la vez, la alejará de sus seres queridos. Vuelve a aparecer el llanto, esta vez con más fuerza, haciendo que sus hijas se lancen a abrazar la urna, la cual se desprende de las manos que la sostienen, se desliza velozmente por todo el cerro, yendo a parar al fondo de la colina… choca con una roca que destroza la urna y el cadáver putrefacto sale volando al aire libre y los zamuros aprovechan a devorarlo, causando pánico y terror en Arenales.
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